Hoy, 70 años después, analistas aclaran que aquel encuentro que se incrustaría a fuego en las historias de Brasil y Uruguay tuvo poco de casualidad y mucho de confirmación.
Inmediatamente después de terminada, la final del Mundial de 1950 en el Maracaná dejó de ser un partido de fútbol. Se convirtió en una metáfora sobre cómo el pequeño puede tumbar al gigante.
Domingo 16 de julio de 1950, Rio de Janeiro. Los diarios adelantaban la victoria en sus titulares: a Brasil le bastaba con un empate para levantar la Copa del Mundo.
Sobre las 3 de la tarde, el plantel local salió a la cancha del estadio Maracaná, rebosante de espectadores como nunca volvería estarlo, con remeras que rezaban «Brasil campeón» debajo de sus camisetas. El alcalde carioca, Angelo Mendes de Morais, vaticinó por altavoces, y en la cara de la oncena visitante, que en minutos la Seleçao se consagraría campeona del mundo.
Afuera, carrozas y fuegos artificiales aguardaban el pitazo final que le daría a Brasil un título mundial de fútbol por primera vez en su historia. Todo el país estaba pronto para la fiesta.
Noventa minutos más tarde, con el 2-1 a favor de Uruguay, el jolgorio daba lugar a la conmoción.
«Fue la primera vez en mi vida que escuché algo que no era ruido», diría años más tarde el capitán Juan Alberto Schiaffino, autor del primer gol uruguayo, sobre el silencio envolvente de las 200.000 personas que colmaban el estadio.
Fue, también, el inicio de un mito que se volvería parte del ADN uruguayo.
Desde entonces, Maracanazo es, por antonomasia, cualquier triunfo que se produce en la adversidad y contra todos los pronósticos.
Sin embargo, 70 años después del partido que se convirtió en la versión deportiva de David contra Goliat, analistas dicen que el resultado tuvo más de lógica que de hazaña.
Derribando mitos
A pesar de que la historia ha alimentado el mito como resultado de «una gesta heroica» de los uruguayos, el periodista Atilio Garrido, autor del libro «Maracaná, la historia secreta», asegura que el triunfo visitante «no fue casualidad».
Apenas en mayo de 1950, ambas selecciones se habían enfrentado en otro torneo, la Copa Rio Branco, donde Uruguay se presentó «sin director técnico, sin entrenamiento, con total desorganización», según Garrido, en tanto «Brasil venía de una concentración de tres meses a régimen militar». Sin embargo, la Celeste se impuso en el primer partido 4-3.
«Y perdió ajustadamente y con errores del árbitro los otros dos encuentros por esa copa», apunta por su lado el periodista Luis Prats, quien ha escrito múltiples libros sobre fútbol.
«Con el Maracanazo, a veces se pone el acento en el tono de ‘hazaña’ (…) y se deja de lado que Uruguay tenía un gran equipo», agrega.
La Celeste era por entonces una potencia futbolística, con dos títulos olímpicos (1924, 1928) y uno mundial (1930), que consiguió invicta. Por eso «Maracaná fue una confirmación para quienes lo vivieron», dice el sociólogo Felipe Arocena, de la Universidad de la República.
«Esto fue bastante más que la final del 50, aunque la épica de Maracaná terminó opacando» la campaña de tres décadas anteriores.
«Era un partido posible de ganar y perder», insiste Garrido. «Lo convirtió en gesta la historia que se escribió después».
Épica vs. realidad
Y la historia escribió que, en los siguientes 70 años, Uruguay no volvería a ganar un Mundial.
Para algunos, el relato épico del Maracanazo tuvo su incidencia, pues estacionó al país en la idea de que la victoria es posible simplemente a fuerza de ‘garra’ (actitud).
La nostalgia de aquella final es también la nostalgia de una época floreciente desde lo económico, que cuando comenzó su deterioro arrastró consigo al fútbol.
«Como país chico y sin grandes recursos cada vez se le hizo más difícil competir en un deporte donde el dinero tiene importancia creciente», admite Prats.
Además, cuando Uruguay empezó su decadencia económica «al deporte en general se le dejó de dar la importancia desde el Estado que había tenido a comienzos de siglo», dice Arocena.
«Quisimos suplir la impotencia futbolística con el golpe, la patada y la mal entendida garra», agrega.
Eso comenzó a cambiar de la mano de Oscar Tabárez, quien tomó las riendas del seleccionado en 2006. «Fue el reenganche con la profesionalización y la preparación científica y psicológica de los jugadores», señala el sociólogo.
El eslabón ganado
Pero aún hoy, siete décadas después, Maracaná sigue pesando en el imaginario colectivo uruguayo.
«Es un episodio que convoca al orgullo nacional, con aspectos que parecen de leyenda», opina Prats, aunque también hace hincapié en que estimula la nostalgia, «a veces con exceso».
También cimenta parte vital de la idiosincrasia uruguaya, en un país diminuto que lucha por destacarse entre dos mastodontes como Argentina y Brasil: «el pequeño que puede contra el gigante».
Arocena, que coordinó la investigación publicada en el libro «¿Qué significa el fútbol en la sociedad uruguaya?», resalta que para los uruguayos este deporte es la «seña de identidad internacional más importante».
En ese contexto, «Maracaná es un eslabón en una cadena histórica de sucesos y éxitos, un eslabón sin duda más brillante y esencial que los otros que forman esa cadena del ser futbolístico oriental (uruguayo)».